Mildred Nino

17 de oct de 20223 min.

Alexandra, el sabio y yo

Alexandra y yo corríamos por un pasillo largo, de paredes blancas amarillosas, moho reptando hacia el cielo raso, olor a humedad camuflado con desinfectante. Buscábamos la salida, las luces parpadeaban, no se oía ni el aleteo de una mosca, al fondo unas sombras parecían venir hacia nosotros. Por un momento quisimos devolvernos. Aunque debo remitirme a un poco antes, para ponerlos en contexto.

Nos tenían prisioneros desde hacía varios meses, o quizás solo días, o quizás solo horas. Dormitábamos en una celda de paredes blancas, inundada de un olor a cloro. Éramos tres en la celda, mi hermana Alexandra, un hombre mayor, que según habíamos oído era un sabio conocedor de secretos ancestrales y yo.

Cuando nosotros llegamos a la celda, el hombre, de barba blanca y grandes ojeras, ya se encontraba allí. Estaba muy mal de salud, casi no podía hablar. Lo poco que alcanzaba a expresar era su deseo de salir de allí.

Cada tanto venían una serie de hombres o mujeres a torturarlo, todos llevaban un uniforme gris oscuro. A veces le daban unas pastillas que lo ponían muy mal, vomitaba, decía cosas sin sentido, sudaba. Otras veces le aplicaban inyecciones con unas sustancias color verde radioactivo. En una oportunidad le pusieron un aparato sobre el pecho para sacarle los demonios que lo consumían. Eso decían ellos, pero nosotros sabíamos la verdad. Querían que el viejo sabio confesara secretos de gran valor.

El líder de aquella gente que nos retenía se hacía llamar doctor Hernández, pero nosotros le decíamos doctor peluca, ya se imaginaran por qué. Todos lo idolatraban, era casi un Dios. Alexa no lo podía ver, le infundía mucho temor.

A mí la que no me gustaba ni poquito era una guardiana alta, robusta, con cara de lechuza. Le decíamos el ogro. Ella era la que nos trataba peor, le disgustaba todo lo que hacíamos, no permitía ningún sonido en la celda, nos miraba mal, con ganas de ahorcarnos.

A veces, al ogro la reemplazaba un guardián un poco más simpático, nos daba crucigramas, sopas de letras, algo con que pasar aquellas horas muertas. En contadas ocasiones nos dejaba salir a un patio a recibir un poco de luz.

Una tarde, creímos oír al doctor peluca decirle al ogro que debía deshacerse de nosotros. Fue entonces que decidimos fugarnos, pensamos que una vez afuera podríamos pedir ayuda para sacar al viejo sabio.

Planeamos hacerlo en el turno del vigilante bonachón, pues Alexa se lo tenía ganado, una sonrisa suya y podíamos conseguir muchas cosas. Además, después de cierto tiempo de iniciado su turno, aquel vigilante se quedaba dormido en una silla. Perfecto para robarle las llaves de la celda. Supusimos que los sábados era el día de descanso del doctor peluca, dado que nunca había asomado sus narices en esas jornadas. Entonces, lo haríamos un fin de semana.

Se llegó el día de la huida, nos despedimos del viejo sabio, quien nos miró y nos apretó una mano en señal de consentimiento para irnos. Todo iba según lo proyectado.

Alexandra y yo, pudimos salir de la celda, corríamos por el pasillo de aquel lugar siniestro. De repente la sombra del ogro se apareció frente a nosotros.

—Alexandra, Samuel, por favor no pueden correr en un hospital.

—Pero mamá, nos morimos de aburrimiento —contesté evitando la mirada furiosa del ogro.

—Por favor vayan a despertar a su papá, que otra vez se quedó dormido en la silla de las visitas y ayuden al abuelo a recoger las cosas, que ya lo dieron de alta.

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