Andrea Montaño es una mujer de tez trigueña, cabello largo, ojos claros, de mirada esquiva y caminar apresurado, nacida en el pacífico colombiano. Encima de su mesa de noche tiene la foto de un buzo en medio del mar mirando hacia arriba.
A los 16 años estudiaba en una escuela precaria, a la que su tía la obligaba a ir. Entre ecuaciones matemáticas, que no entendía pa’ que le iban a servir, vender el pescado en la plaza de Buenaventura y las lecturas de un señor que se llamaba Gabo, dizque se había ganado un premio muy importante, Andrea conoció el amor. Tan pronto se graduó del colegio, se casó con Onorio Varela, su primer y único novio.
Diez años de matrimonio la dejaron con tres hijos y sin un peso. A su esposo lo mataron una tarde de abril de 1995 en la puerta de su casa. Era profesor y activista social, cuyo pecado fue buscar mejorar las condiciones de la educación en su ciudad. Andrea, más que tristeza, sentía una rabia del carajo con su marido, porque ella se lo advirtió mil veces. Le repetía que no se metiera en esas vainas, que toda la vida el gobierno se había robado la plata de la educación, que eso siempre había sido así, que pa’ qué se ponía a pendejear si eso no se iba a poder cambiar nunca. Llena de cólera y tres bocas que alimentar, agarró un bus para Cali, donde decían que había más trabajo. No quería saber nada de su ciudad natal, a pesar de ser lo único que ella conocía, ya no era igual que antes, ahora olía a muerte en cada esquina.
En Cali llegó a casa de una prima lejana, quedaba al oriente de la ciudad, las calles no estaban pavimentadas y una recua de niños descalzos jugaba al balón en la calle. El trayecto en bus desde el terminal y luego la caminata de quince minutos a pleno mediodía, con los rayos del sol cayendo paralelamente a sus cuerpos le parecieron una eternidad. Al principio le costó trabajo adaptarse a vivir con más gente, a los precios tan caros de la comida, a que todo quedaba muy lejos.
Poco a poco se fue acomodando a su nueva vida, su prima le ayudó a encontrar trabajo en casa de una familia, iba a lavar y planchar dos veces por semana. Lo hacía tan bien, que su patrona la recomendó a sus amigas. Pronto, Andrea ya tenía ocupada toda la semana y los viernes y sábados en la noche sacaba fritanga para la venta en la puerta de la casa. Vendía todo. Los domingos era el único día que tenía libre, entonces lo aprovechaba para lavar la ropa de la semana, limpiar la casa, ayudar a sus hijos con las tareas. Rara vez salían a San Antonio o al parque de la caña. En el primero comían mazorca asada o algodón de azúcar, mientras que en el segundo disfrutaban de la sensación de la ciudad, una piscina con olas.
Los años pasaron tan rápido, Andrea no se dio cuenta a qué hora sus hijos habían crecido tanto. A base de esfuerzo había logrado que terminarán el bachillerato, era momento de que fueran a la universidad. Su padre lo había hecho y era su anhelo que ellos no pasaran penurias como ella. Había logrado arrancar a sus hijos de las garras de la violencia, los había salvado. Todo el cansancio que sentía diariamente, cada privación, era recompensado con cada cumpleaños. A sus hijos no les podía pasar lo mismo que a su esposo. Ella no lo permitiría.
Los tres jóvenes habían resultado inteligentes, y con la disciplina implantada por Andrea, lograron entrar en la Universidad del Valle. El mayor estudió administración de empresas, el segundo se graduó de ingeniero civil y el menor estudió biología marina en la sede de Buenaventura. Al principio, Andrea no quería que su hijo volviera a su ciudad natal, pero ante el entusiasmo del muchacho termino cediendo, era el consentido de la casa.
Una vez en Buenaventura, el hijo menor se aficionó a bucear, aprendió rápido y su nueva habilidad era muy útil a su carrera. El joven había logrado que un compañero le tomase una foto en el fondo del mar con su traje y no dudó en llevársela a Andrea en unas vacaciones de diciembre. No había madre más orgullosa en todo el planeta.
El mismo día que se graduó de biólogo marino, el joven recibió una oferta de trabajo en una prestigiosa universidad de Cartagena para integrar uno de los grupos de investigación. El muchacho llevaba ya varios meses allí, cuando tuvo que realizar una inmersión para monitorear unos equipos que controlaban el nivel de oxígeno en el lecho marino. Fue la última vez que se le vio con vida.
Andrea recibió una llamada, donde le comunicaban que su hijo había sufrido un accidente en el trabajo y lamentablemente había muerto. La mujer no dijo nada, colgó el teléfono. Enseguida las lágrimas brotaron de sus ojos y no pararían en mucho tiempo. Si cuando su esposo murió no derramó ni una sola lágrima, esta vez sí lo hizo copiosamente.
De nuevo, la vida le quitaba a un ser amado. A ella, que había luchado contra el destino, alejando a sus muchachos de las fauces de la violencia, esquivando vicios, malas compañías, prohibiéndoles que se inmiscuyeran en cualquier actividad política. No entendía por qué pasaban estas tragedias. Sería que ella era muy bruta pa’ entender esas cosas, se decía a sí misma cuando estaba sola.
Cuando volvió del entierro, buscó la foto de su hijo, donde aparecía con su traje de buzo, agarró apresuradamente un portarretrato que estaba en la sala, sacó la foto de su difunto marido, se quedó mirándola y le dijo: “Lo siento Onorio, luego te compro otro marco. Sigo sin perdonarte que me hayas dejado, pero cuídame a mi muchacho allá donde estén, y dile a Dios que no se vale las zancadillas que me pone.”
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