Ariel trabajaba en una lavandería, era el encargado de cargar la ropa en las lavadoras, este era un trabajo temporal mientras terminaba sus estudios de literatura, era un soñador sin remedio, sus horas laborales trascurrían entre dragones, luchas con caballeros oscuros y besos con doncellas en peligro. Claro que había días en que las secadoras se convertían en traficantes de drogas que escapaban ágilmente a policías incorruptibles, u otros en los que los clientes eran espías al servicio de algún ente internacional. Estos eran caldo de cultivo para sus historias, pues Ariel deseaba ser escritor.
Ariel tenía un asiduo visitante, era el niño del séptimo piso del edificio contiguo a la lavandería, quien acompañaba a la empleada doméstica de su casa a hacer estos quehaceres, tenía 8 años y le encantaba pasar toda la tarde oyendo las historias que Ariel le contaba. Este no escatimaba esfuerzos para entretener al niño del siete, unas veces llevaba encima una sábana blanca simulando a Casper, el fantasmita, otras se ponía tres abrigos encima personificando a un explorador perdido en Siberia. Sus esfuerzos eran recompensados con las grandes sonrisas del chiquillo y sus adorables abrazos, los cuales reconfortaban a Ariel en aquellos momentos de desesperanza cuando se juntaba la necesidad de pagar la universidad, la renta, la monotonía de aquel trabajo y la soledad.
Ariel notó que el niño del siete no lo había visitado aquella semana, supuso que tendría muchos deberes escolares. A la semana siguiente entró en la lavandería la empleada del niño del siete, iba a recoger una ropa que había dejado allí hacía quince días. Ariel inmediatamente preguntó por su pequeño cliente y la señora con los ojos aguados le contó que el pequeño sufría de Leucemia, que en los días que no lo visitaba era porque asistía a quimioterapia, sin embargo la semana pasada su condición empeoró repentinamente y no pudo superarla. Ariel parecía estar escuchando todo en cámara lenta, no podía creerlo, cómo no se dio cuenta de la situación del niño del siete, cómo pudo engañarlo un chiquillo, por qué no se lo dijo, todos estos pensamientos formaban un remolino que arrasaba todo a su paso. Cuando las ideas por fin se detuvieron en su cabeza, pudo preguntar a la señora – ¿por qué no me lo dijeron? - , ella con voz suave le contestó que Federico, así se llamaba el niño del siete, no quiso contárselo porque a sus cortos 8 años pensaba que su misión en la vida era alegrar al señor de la lavandería, que a veces se veía tan triste, pero que a la vez podía luchar contra cazadores furtivos en el Africa.
Ariel pensó durante muchos días en el niño del siete, durante ese tiempo ninguna nave espacial aterrizó en la lavandería, ningún vaquero irrumpió en la recepción, sólo veía entrar al niño del siete cada vez que entraba un cliente y pudo comprender que a veces, sólo a veces, la vida supera la ficción.
Commentaires