Fiebre Dominical
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Fiebre Dominical

Actualizado: 15 ene 2021



Allí estaba él, parado frente a mí, con su estola blanca, encima la casulla o túnica, con sus brazos al cielo y detrás un crucifijo de madera que parecía acogerlo. Era la hora de inicio de la misa dominical, la mejor hora de la semana, sólo iba a la liturgia a verlo a él. A su lado los diáconos llevan el cíngulo en su cintura como símbolo de la castidad, mi cerebro me hace pensar que ellos lo usan sólo para que yo lo vea. El olor a incienso, a vela quemada penetra por cada poro de mi cuerpo, mis ojos siguen cada movimiento de él, se para frente al altar, se moja un dedo para voltear la página del misal. Nos da un hermoso sermón sobre al amor al prójimo, cada palabra salida de su boca me llena, me alienta, le da sentido a mi vida.


Minutos después levanta el cáliz, pienso que con esas mismas manos podría tocarme, acariciarme, siento que un calor recorre mi cuerpo, trago saliva. Llega la hora de la comunión, voy caminando por la nave central hacia él, mi cuerpo vibra. Cada paso que doy es una eternidad, miro a un costado, desde allí me miran los doce apóstoles, pintados en esos cuadros que representan los pasos del viacrucis. También aparece María Magdalena, parece entenderme, me guiña un ojo, ahora la entiendo, fue una mujer valiente, no entendida por la sociedad de aquella época. En realidad creo que ni siquiera en esta época la entenderían, como no me entenderían a mí.


Miro al otro costado, sobre la pared se encuentra el confesionario, sitio lleno de los más oscuros secretos, él debe escuchar lo más bajo, lo más atroz del ser humano. He soñado con estar allí, decirle que lo amo bajo el secreto de la confesión. Otro sueño que humedece mis piernas cuando entró al confesionario con un vestido de tela ligera, me siento encima de él, me levanto el vestido, abro su bragueta y dejo que nos unamos en uno sólo.


La persona detrás mío me toca el hombro, es mi turno de recibir la comunión, avanzo un paso y llego hasta él, lo miro a los ojos, él me mira y me pierdo en esos ojos verdes, es como caer por un resbalador gigante a una piscina de gelatina, pegajosa, dulce. Extiendo mis manos, cuando él pone la hostia en mi mano, siento el roce de su piel con la mía, es la gloria. Mi alma sale de mi cuerpo, va al cielo y vuelve. Lo amo, no cabe duda, lo amo con el ardor de mis 16 años. El me sonríe, es como si con esa sonrisa me estuviera diciendo mil cosas, me dice que también me ama, que siente lo mismo por mí, con esa sonrisa y medio segundo me invento una telenovela donde él y yo somos los protagonistas.


Me siento un poco acalorada, muy acalorada, es una fiebre que me da todos los domingos durante una hora, me hace sufrir alucinaciones, sentir temblores, se me seca la boca, me tiemblan las piernas.


Ha llegado la hora más triste, la misa termina, él nos da a todos la bendición, lo miro desde donde estoy, él arregla los objetos litúrgicos, besa un rosario que cuelga de su mano y se lo pone en el cuello.


Al salir de la iglesia pienso en que faltan siete días para que me vuelva a dar la fiebre dominical.






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